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Sobre la educación
Por:
EDUARDO ESCOBAR
El Tiempo .com , 02 Sept.
2013 http://www.eltiempo.com/opinion/columnistas/eduardoescobar/sobre-la-educacion-eduardo-escobar-columnista-el-tiempo_13042244-4
Impreso 03 Sept.
A la gente le falta tiempo para
educarse por estar aprendiendo mañas en los institutos y las academias. El
estado de cosas no me deja mentir. Casi todas las corrupciones sociales, en
todo caso las más escandalosas, son obra de lo que suele llamarse la gente bien
educada, personajes, personaje y máscara son palabras afines, formados o deformados
a veces en universidades de prestigio. El estado del mundo es sintomático del
fracaso de una pedagogía, del empobrecimiento de unos valores que se reproducen
y se transmiten a través de esas instituciones donde la gente pasa los mejores
años de la vida, los que van de la infancia a la juventud. Según afirmó un
columnista de este periódico, uno de los hermanos Nule se graduó en una famosa
institución bogotana con una tesis sobre la ética en los negocios. Si no hizo
un chiste, es una burla para Ripley. Pero así sucede en todas partes.
La especie de los doctores
podría catalogarse entre las pestes de la época. Ya no importa tanto la clase
de persona que uno ha llegado a ser sino si ha conseguido un título aunque sea
trampeando. Hace años circulaba en la red un aviso donde los ofrecían a
menosprecio, fechado en California, que da caché.
Un amigo mío entrañable fue
invitado a veces a enseñar en universidades bogotanas de mucho copete. El
trabajo de su vida visible lo merecía. Y sus vastas lecturas. Pero fue
rechazado porque su hoja debida de vida no acreditaba un posgrado, le dijeron.
Y ni siquiera un grado. Dijo él. El único diploma que tuvo, dijo, fue el de
asistente al congreso mundial de brujería que convocó hace años Simón González.
Y se fue. No se sintió humillado. Pero yo lamenté que el país se privara por un
formalismo de un autodidacta inteligente, culto y hasta genial, que hizo solo,
a solas, al margen de la academia, sus lecturas, profusas y bien aprovechadas.
Siempre pensé que el poeta
Amílcar Osorio hubiera sido útil como maestro en alguna parte. Era un erudito
en un montón de asuntos. Y tenía una admirable claridad de pensamiento para
plantearse problemas. Pero en cambio lo vi deslizarse hacia la vejez con un
gesto de altanería que le sentaba, buscando el condumio en agencias de
publicidad de medio pelo, anunciando cacharros y aguaschirles, porque las
grandes ya comenzaban a preferir publicistas graduados. Mientras tanto, en los
periódicos aparecían al mismo tiempo noticias sobre viceministros que mandaron
dibujar el cartón de una universidad norteamericana para posesionarse, o sobre
profesoras de literatura que copiaban las tesis de sus alumnas para asistir a
congresos en Cuernavaca. En el mundo académico como en todos los mundos hoy
vale más aparentar más que ser y mentir es de uso corriente.
Entre las personas que conocí,
muchas, a estas alturas de la vida, las más interesantes y brillantes, fueron
algunos autodidactas que entregaron su vida al conocimiento por el placer de
saber, o de dudar, que es el modo más seguro de acceder a la sabiduría más allá
del fulgurante mercado de las simulaciones.
Thomas Bernhardt dijo que la
educación no es más que una manera de destruir niños… Y le da la razón el
estado de este mundo donde los doctores y los másteres y los Ph. D. se han
convertido en una peste, en un oneroso amasijo de parásitos enquistados cerca
de las suculentas tesorerías poniendo cara de importancia. Antes de pasar a las
fiscalías. Mientras muchas personas honestas y de mérito padecen el ostracismo.
Fernando González, el inolvidable pensador envigadeño, dijo en una entrevista
póstuma que los muchachos nacían muertos, por aquello de las causas finales,
pues nacían para estudiar, estudiaban para casarse, se casaban para tener hijos
y tenían hijos para morirse. Y el poeta Rimbaud exclamaba que había que
inventar el amor y la vida. Habría que empezar por reinventar la educación. La
universidad. Y el prekínder. Que es con mucha probabilidad donde comienza el
actual desastre espiritual del mundo.
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Conductor borracho, una víctima
Sagitario . Por María Elvira Bonilla
Fabio Salamanca, el conductor de 23
años que borracho atropelló y mató a dos mujeres y dejó paralítico a un hombre
está en la cárcel. En un primer momento el juez le concedió la libertad amparado
en la Ley que permite incluso llegar a un resarcimiento material con las
familias de las víctimas, que en este caso era de $800 millones y lograr
cambiar la tipificación del doloso a culposo con lo cual la condena no supera
los cinco años.
El mensaje era equívoco, pero el caso
de Salamanca suscitó una interesante reflexión del escritor Sergio
Ocampo * en su columna de La República en la que
sostiene que Fabio Salamanca es una víctima. Pero no una víctima
por el castigo y el cargo de conciencia con el que tendrá que vivir. Fabio
Salamanca es una víctima, como miles de jóvenes, de esa “ruptura
cultural que arrancó en los ochenta y se hizo muy fuerte en los años noventa,
modificó los paradigmas sobre la niñez, y trastocó los patrones de crianza, las
relaciones de poder entre adultos y niños, entre padres e hijos, y a la postre
toda la concepción sobre la autoridad”, dice Sergio. Es además víctima de
la cultura mafiosa que se entronizó en el país y quebrantó todos los paradigmas
morales, las bases para tener una convivencia social sana.
Se impusieron, acentuadas por
legislaciones internacionales en torno a los derechos inalienables de los
niños, varias lecciones perversas que han hecho carrera y que ha mellado el
principio de autoridad que termina maleada por el dinero, el poder, la
intimidación, un comportamiento que tiene su espejo en la estructura familiar y
escolar donde impera la dictadura de los niños. Padres, maestros y adultos
suelen quedar perplejos frente a las demandas infantiles de cualquier orden.
Los Fabio Salamanca y los múltiples
borrachos al volante de elegantes Audis o BMW, los Laura Moreno y Carlos
Cárdenas asociados a la misteriosa muerte del Luis Andrés Colmenares en el
Parque del Virrey forman parte de esa camada de adultos jóvenes nacidos hace 25
años, que Ocampo describe con horror: “Veo una generación que se está
levantando con varios problemas. Una generación sin capacidad para desear,
porque todo o mucho se le cumple antes de ser deseado (y como obligación de los
padres). Ya no hay que esperar a diciembre, ni portarse bien para recibir lo
que se quiere porque, además, la satisfacción a los deseos debe ser inmediata,
expedita. No hay plazos ni esperas, pero tampoco ilusiones. Se perdió el
derecho a la ilusión (…)”.
“Veo una masa de gente joven con
dificultades para incorporar entre sus valores la noción del esfuerzo, propio y
ajeno. Todo está dado y resuelto y hoy es mucho más difícil perder el año que
ganarlo (…) Las dificultades son la herramienta para adquirir destrezas en la
resolución de problemas, y los padres en estas dos décadas han estado tan
convulsivamente avocados a solucionarles todo a sus niños, que no les han
dejado espacio para la posibilidad de equivocarse y aprender.
Es una generación pragmática, de una
ética de los resultados, que desdeña el amor al conocimiento per se, y prefiere
el saber específico, el que produzca rendimientos prácticos… y dinero”. Una generación que produce, pavorosamente, miles de Fabios Salamanca.
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Sábado, Agosto 3, 2013 – 18
Fabio, el niño del Audi que no tuvo la culpa (I)
Sergio Ocampo Madrid
“Fue un accidente, él no tuvo la culpa”, gritó airada una joven de unos
21 años el martes en una de las salas de audiencia de Paloquemao. Lo hizo para
responderle a Roberto Bastidas, padre de Diana, una de las dos muchachas que
resultó muerta hace dos semanas cuando Fabio Salamanca, de 23 años, conducía su
Audi a 140 kilómetros por hora y embistió el taxi en el que viajaban Diana y
Ana después de salir del trabajo. Fabio presentó grado tres (el máximo) en el
examen de alcoholemia que le aplicó la Policía.
Roberto le gritó “asesino” el día de la audiencia, y la muchacha amiga
de Fabio le respondió con ese “fue un accidente, él no tuvo la culpa”. Esta
frase resume bastante bien una actitud de vida entre la gente que hoy ronda los
25 años y que se levantó en medio de unos cambios profundos en la forma en que
la sociedad encaraba, consideraba y trataba a los niños, y con unas garantías
absolutas al “libre desarrollo de su personalidad”, pero también con nuevos
conceptos de autoridad y una forma distinta de relación entre padres e hijos.
No es gratuita entonces esa frase, que reclama de un modo casi agresivo
el derecho a equivocarse, a no tener la culpa, a que se pase la página
rápidamente, así de lo que se esté hablando sea de la muerte de dos mujeres
jóvenes y de la posibilidad de que un hombre (el taxista) quede parapléjico. Se
olvida también que el “accidente” del cual se exonera “de culpa” a Fabio se
produjo porque este iba borracho a 140 kilómetros por hora casi a las 5 de la
madrugada.
Este caso de Fabio Salamanca desde que arrancó tiene una fetidez
particular. Las cosas comenzaron a mostrarse mal desde esas primeras imágenes
del accidente cuando una mujer, de modo histérico y a las malas, le tapaba la
cara a su “niño” para que no lo mostraran las cámaras de Tv. Desde ahí empezó a
sugerirse que Fabio más que el victimario era otra víctima de esta tragedia.
Luego no pudo comparecer porque estaba internado en una clínica con “estrés
agudo” y no era apto psicológicamente para una diligencia en Fiscalía. ¿Cómo
sería entonces el estrés de las familias de los muertos y de los Cangrejo,
parientes del taxista que quizá no vuelva a caminar?
El sábado pasado, un juez mandó a la cárcel a Jonathan Cabrera por matar
a un peatón cuando conducía ebrio un Renault Logan. A Fabio, en cambio, el
martes la jueza Carmen Gualteros no solo decidió mandarlo a casa sino que se
mostró casi indignada porque la Fiscalía quería “escarmentar a la sociedad” con
la medida de aseguramiento para Fabio.
No soy abogado, pero el simple sentido común me dice dos cosas: la
primera, que justo a la gente la envían a la cárcel para escarmentar a los
demás, para persuadirlos de que actúen de modo ajustado a las leyes, y una de
ellas proclama que no se debe conducir embriagado. Dos, en Colombia para
efectos legales es mejor llamarse Fabio que Jonathan (o Haiver, o James, o
Edison), y siempre dará más garantías conducir un Audi que un Logan.
Ahora bien, hay algo en lo que sí creo que no tiene la culpa Fabio, y la
culpa ni siquiera es de la familia, sino de todos. Y no hay nada peor que
cuando la culpa la tenemos todos, porque en el fondo nadie la asume. Me
explico: desde hace tiempo veo aterrado cómo viene creciendo una generación que
nació después de los 90, que ejerció su niñez en el último repecho del siglo XX
y a comienzos del XXI. Antes de los 90 ser niño no valía nada y se imponía una
dictadura que los obligaba a “callar cuando los adultos hablan”, a obedecer la
autoridad sin chistar, a comer lo que los adultos decidieran, a tener que ser
aconductados y hacer las cosas bien para ganarse el amor del papá y de la mamá.
Hubo cambios culturales, jurídicos y sociales que pusieron todo aquello
patas arriba, y desde entonces la niñez es la que manda. Los adultos se
acomodan a comer lo que al niño le apetezca; en el colegio los malos resultados
a menudo son culpa del maestro, y hay que ganarse cada día el amor y la
devoción de los hijos, con regalos, con última tecnología, con todo lo que los
padres no pudieron tener cuando eran chicos. Obviamente, hablo de la sociedad formalizada;
no soy ingenuo ni desconozco que en nuestras sociedades millones de niños la
pasan muy mal, y son violentados cada día sus derechos.
Solo ahora estamos empezando a ver los resultados de esa nueva forma de
considerar la infancia, de todo ese tremendo garantismo con que crecieron los
niños a partir de los noventa, porque ya son adultos que se acercan a los
primeros e inexorables treinta años.
Son los amos del universo. Así los criaron. Por eso, en el fondo, Fabio
no tiene la culpa. Solo fue un accidente. (Continuará…)
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Sábado, Agosto 17, 2013 – 17
Fabio, retrato de una generación sin culpas (II)
Sergio Ocampo Madrid
Ya hay un arreglo, o un preliminar o un acercamiento, para resarcir a
las familias de las víctimas por $800 millones. El sistema judicial lo permite,
y es altamente probable que en la negociación logre una condena por homicidio
culposo (que paradójicamente significa sin mala intención), y que la Fiscalía
acepte cinco años de casa por cárcel.
Un mensaje, sin duda, funesto para el país, para el sentido y respetabilidad
que debería tener la justicia y un nuevo escupitajo para el muy maltrecho valor
de la vida en Colombia. Un mensaje claro de que todo se puede transar; que todo
se compra, y que la justicia aquí no es ciega, ni tuerta siquiera, sino
ávida y cicatera y que premia a los que tienen recursos.
No obstante, yo quiero recabar en la tesis de que Fabio es quizá, de
alguna manera, otra víctima de todos estos incidentes amargos. Y no por el
argumento cándido de que también arruinó su vida al tener que cargar para
siempre con dos muertos en su consciencia. Fabio puede ser una víctima, pero de
esa ruptura cultural que arrancó en los ochenta y se hizo muy fuerte en los
años noventa, que modificó los paradigmas sobre la niñez, y trastocó los
patrones de crianza, las relaciones de poder entre adultos y niños, entre
padres e hijos, y a la postre toda la concepción sobre la autoridad.
No pretendo estigmatizar ni hacer generalizaciones ingenuas; tampoco
caer en la postura tradicional de los viejos de que todo tiempo pasado fue
mejor y que las nuevas generaciones siempre representan decadencia y
crisis. No. Estoy convencido de que muchas cosas en la educación del pasado no
estaban bien, y que niños invisibles, niños sin voz, aterrorizados ante la
dictadura paterna, no constituían nada positivo. Tampoco que la agresión y el
palo fueran buenos para levantar a nadie.
Los cambios legales y culturales de las décadas pasadas para rescatar la
infancia y convertirla en sujeto de derechos son grandes avances, en particular
la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño, de 1989, que pregona
el famoso “interés superior” de ellos sobre todo lo demás.
El problema es que ante este impresionante garantismo con que empezaron
a crecer los niños nacidos a partir del 90 (no me tomen tan literal esa fecha,
ni pretendan que olvido cuán mal la pasan miles de chicos de la periferia
social), el problema que veo es una gran confusión con respecto a los límites,
y la perplejidad de los padres (y los maestros, y los adultos) en su propio
ejercicio de la autoridad.
Por eso creo que hay una cierta dictadura de los niños en los últimos 25
años, cuyas consecuencias son imprevisibles porque estamos apenas viendo
arribar la primera camada a la edad adulta, al mundo profesional, al mundo en
que se maneja un Audi y se puede matar a dos personas por conducir borracho.
Me preocupa que los platos rotos del nuevo modelo los terminen pagando
justamente esos niños que hoy están volviéndose adultos. Sin pretender
generalizar, ni dictar cátedra, ni hacer futurismo, pero también pidiendo que
no contrapongan la casuística individual a estos argumentos, veo una generación
que se está levantando con varios problemas.
Veo una generación sin capacidad para desear, porque todo o mucho se le
cumple antes de ser deseado (y como obligación de los padres). Ya no hay que
esperar a diciembre, ni portarse bien para recibir lo que se quiere porque,
además, la satisfacción a los deseos debe ser inmediata, expedita. No hay
plazos ni esperas, pero tampoco ilusiones. Se perdió el derecho a la ilusión.
En esa misma línea, veo una masa de gente joven con dificultades para
incorporar entre sus valores la noción del esfuerzo, propio y ajeno. Todo está
dado y resuelto y hoy es mucho más difícil perder el año que ganarlo.
También, un colectivo con limitaciones para resolver problemas, grandes,
como los de Fabio, o pequeños, como perder una materia o no conseguir una cita.
Las dificultades son la herramienta para adquirir destrezas en la resolución de
problemas, y los padres en estas dos décadas han estado tan convulsivamente
avocados a solucionarles todo a sus niños, que no les han dejado espacio para
la posibilidad de equivocarse y aprender.
Es una generación pragmática, de una ética de los resultados, que desdeña
el amor al conocimiento per se, y prefiere el saber específico, el que produzca
rendimientos prácticos… y dinero. ¿Morirán las humanidades, la sociología, la
antropología? Martha Nussbaum, en su estupendo libro “Sin fines de lucro”,
sugiere que sí.
Por lo pronto, a Fabio (lo digo con respeto y dolor), los papás ya le
están solucionando el gran problema en que se metió.
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La generación de los 'adulescentes'
Por: CECILIA RODRÍGUEZ |
Luxemburgo. Maleducar a los hijos, con las mejores
intenciones, es un problema de nuestros días. No hace mucho escribí una columna
sobre el tema y las respuestas de los lectores fueron muchas y autocríticas en
su mayoría. Desde entonces encuentro más libros, estudios y artículos sobre lo
que comienza a llamarse la nueva generación de ‘adulescentes’.
Jóvenes adultos que se comportan como adolescentes inmaduros y egoístas, incapacitados para funcionar en el mundo de hoy, debido en gran parte a la idea errónea de los papás de que cada movimiento que hagan y cada cosa que digan van a tener un efecto en el éxito futuro del hijo o hija y por esa razón los sobreprotegen y tratan de evitarles toda dificultad.
Entre los libros publicados al respecto aparecen El precio del privilegio, Epidemia de narcisismo, Una nación de cobardes, que en su mayor parte tratan de consejos sobre qué hacer o más bien qué no hacer para evitar malcriar a los hijos, y que se pueden resumir en una vieja frase de ‘mamás a la antigua’: “Cuando digo no es no”. Los padres complacientes de hoy deben aprender a decir “no” a los hijos y a decirlo con frecuencia.
Jóvenes adultos que se comportan como adolescentes inmaduros y egoístas, incapacitados para funcionar en el mundo de hoy, debido en gran parte a la idea errónea de los papás de que cada movimiento que hagan y cada cosa que digan van a tener un efecto en el éxito futuro del hijo o hija y por esa razón los sobreprotegen y tratan de evitarles toda dificultad.
Entre los libros publicados al respecto aparecen El precio del privilegio, Epidemia de narcisismo, Una nación de cobardes, que en su mayor parte tratan de consejos sobre qué hacer o más bien qué no hacer para evitar malcriar a los hijos, y que se pueden resumir en una vieja frase de ‘mamás a la antigua’: “Cuando digo no es no”. Los padres complacientes de hoy deben aprender a decir “no” a los hijos y a decirlo con frecuencia.
“Nuestros hijos viven en un gran valle de derechos adquiridos
que nosotros los padres hemos regado, jardineado y pagado jardineros para
mantenerlo”, escribió la autora del libro Cojeando hacia la edad adulta.
Uno de los estudios más interesantes muestra cómo los padres en
diferentes culturas entrenan a los más jóvenes para asumir responsabilidades
cuando sean adultos. Fue escrito por dos antropólogas, una que trabaja con una
comunidad de indígenas matsigenkas de la Amazonia peruana y la otra, con
familias de clase media de un suburbio de ciudad.
Los niños matsigenkas son incentivados desde muy temprano a ser
útiles y ayudar en las labores comunes. Desde los 3 años aprenden a cortar leña
y pasto, a los 7 los varones acompañan a los adultos en largas excursiones de
caza y pesca y las niñas aprenden a cocinar, a tejer, a recolectar. Cuando
llegan a la pubertad tienen los conocimientos necesarios para sobrevivir. Esas
habilidades fomentan autonomía, lo cual anima a adquirir más habilidades, en un
círculo virtuoso que continúa hasta la edad adulta.
La otra antropóloga describe un círculo muy diferente. Se les
pide tan poco a los niños en casa que cuando llegan a la adolescencia no saben
cómo utilizar la mayoría de los numerosos electrodomésticos que hacen parte de
sus vidas. Su incompetencia provoca la exasperación de los padres, quienes
prefieren hacer las cosas ellos mismos para evitar conflictos, lo cual les deja
más tiempo a los hijos para pasar frente a pantallas y videojuegos.
Nadie sabe cuándo, durante el proceso de evolución humana, se empezó a desacelerar el desarrollo juvenil. Inclusive, en la historia moderna cuanto más atrás se mire, más temprano los hijos tenían que crecer. En la Europa medieval los niños de los trabajadores tenían que empezar a trabajar a los 7 años, como todavía deben hacerlo los hijos de los campesinos del resto del mundo.
Nadie sabe cuándo, durante el proceso de evolución humana, se empezó a desacelerar el desarrollo juvenil. Inclusive, en la historia moderna cuanto más atrás se mire, más temprano los hijos tenían que crecer. En la Europa medieval los niños de los trabajadores tenían que empezar a trabajar a los 7 años, como todavía deben hacerlo los hijos de los campesinos del resto del mundo.
La introducción de la educación obligatoria movió la mayoría de
edad a los 16 años. Hoy, para algunos países, es a los 18 y para otros, a los
21. No se necesita ser antropólogo para notar cuántos ‘adulescentes’ hay a
nuestro alrededor que han llegado a los 30 sin haber adquirido los atributos
necesarios para ser considerados adultos.
Se podría pensar que en términos evolucionistas esa tardanza es una manera de adaptarse a un mundo incrementalmente más complejo e inestable, en el cual es mejor posponer la madurez lo más posible.
Pero también se podría interpretar como todo lo contrario. No como una señal de progreso evolutivo, sino de regresión. Le dejo la inquietud.
Se podría pensar que en términos evolucionistas esa tardanza es una manera de adaptarse a un mundo incrementalmente más complejo e inestable, en el cual es mejor posponer la madurez lo más posible.
Pero también se podría interpretar como todo lo contrario. No como una señal de progreso evolutivo, sino de regresión. Le dejo la inquietud.
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* Se actualiza periódicamente. Agosto 28,
2013
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