martes, 3 de septiembre de 2013

Sobre la educación. ¿Murieron o morirán las humanidades, ...?

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Sobre la educación

Por: EDUARDO ESCOBAR 
  
A la gente le falta tiempo para educarse por estar aprendiendo mañas en los institutos y las academias. El estado de cosas no me deja mentir. Casi todas las corrupciones sociales, en todo caso las más escandalosas, son obra de lo que suele llamarse la gente bien educada, personajes, personaje y máscara son palabras afines, formados o deformados a veces en universidades de prestigio. El estado del mundo es sintomático del fracaso de una pedagogía, del empobrecimiento de unos valores que se reproducen y se transmiten a través de esas instituciones donde la gente pasa los mejores años de la vida, los que van de la infancia a la juventud. Según afirmó un columnista de este periódico, uno de los hermanos Nule se graduó en una famosa institución bogotana con una tesis sobre la ética en los negocios. Si no hizo un chiste, es una burla para Ripley. Pero así sucede en todas partes.
La especie de los doctores podría catalogarse entre las pestes de la época. Ya no importa tanto la clase de persona que uno ha llegado a ser sino si ha conseguido un título aunque sea trampeando. Hace años circulaba en la red un aviso donde los ofrecían a menosprecio, fechado en California, que da caché.
Un amigo mío entrañable fue invitado a veces a enseñar en universidades bogotanas de mucho copete. El trabajo de su vida visible lo merecía. Y sus vastas lecturas. Pero fue rechazado porque su hoja debida de vida no acreditaba un posgrado, le dijeron. Y ni siquiera un grado. Dijo él. El único diploma que tuvo, dijo, fue el de asistente al congreso mundial de brujería que convocó hace años Simón González. Y se fue. No se sintió humillado. Pero yo lamenté que el país se privara por un formalismo de un autodidacta inteligente, culto y hasta genial, que hizo solo, a solas, al margen de la academia, sus lecturas, profusas y bien aprovechadas.
Siempre pensé que el poeta Amílcar Osorio hubiera sido útil como maestro en alguna parte. Era un erudito en un montón de asuntos. Y tenía una admirable claridad de pensamiento para plantearse problemas. Pero en cambio lo vi deslizarse hacia la vejez con un gesto de altanería que le sentaba, buscando el condumio en agencias de publicidad de medio pelo, anunciando cacharros y aguaschirles, porque las grandes ya comenzaban a preferir publicistas graduados. Mientras tanto, en los periódicos aparecían al mismo tiempo noticias sobre viceministros que mandaron dibujar el cartón de una universidad norteamericana para posesionarse, o sobre profesoras de literatura que copiaban las tesis de sus alumnas para asistir a congresos en Cuernavaca. En el mundo académico como en todos los mundos hoy vale más aparentar más que ser y mentir es de uso corriente.
Entre las personas que conocí, muchas, a estas alturas de la vida, las más interesantes y brillantes, fueron algunos autodidactas que entregaron su vida al conocimiento por el placer de saber, o de dudar, que es el modo más seguro de acceder a la sabiduría más allá del fulgurante mercado de las simulaciones.

Thomas Bernhardt dijo que la educación no es más que una manera de destruir niños… Y le da la razón el estado de este mundo donde los doctores y los másteres y los Ph. D. se han convertido en una peste, en un oneroso amasijo de parásitos enquistados cerca de las suculentas tesorerías poniendo cara de importancia. Antes de pasar a las fiscalías. Mientras muchas personas honestas y de mérito padecen el ostracismo. Fernando González, el inolvidable pensador envigadeño, dijo en una entrevista póstuma que los muchachos nacían muertos, por aquello de las causas finales, pues nacían para estudiar, estudiaban para casarse, se casaban para tener hijos y tenían hijos para morirse. Y el poeta Rimbaud exclamaba que había que inventar el amor y la vida. Habría que empezar por reinventar la educación. La universidad. Y el prekínder. Que es con mucha probabilidad donde comienza el actual desastre espiritual del mundo.
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Conductor borracho, una víctima
Sagitario . Por María Elvira Bonilla
Maria Elvira Bonilla

Fabio Salamanca, el conductor de 23 años que borracho atropelló y mató a dos mujeres y dejó paralítico a un hombre está en la cárcel. En un primer momento el juez le concedió la libertad amparado en la Ley que permite incluso llegar a un resarcimiento material con las familias de las víctimas, que en este caso era de $800 millones y lograr cambiar la tipificación del doloso a culposo con lo cual la condena no supera los cinco años.
El mensaje era equívoco, pero el caso de Salamanca suscitó una interesante reflexión del escritor Sergio Ocampo * en su columna de La República en la que sostiene que Fabio Salamanca es una víctima. Pero no una víctima por el castigo y el cargo de conciencia con el que tendrá que vivir. Fabio Salamanca es una víctima, como miles de jóvenes, de esa “ruptura cultural que arrancó en los ochenta y se hizo muy fuerte en los años noventa, modificó los paradigmas sobre la niñez, y trastocó los patrones de crianza, las relaciones de poder entre adultos y niños, entre padres e hijos, y a la postre toda la concepción sobre la autoridad”, dice Sergio. Es además víctima de la cultura mafiosa que se entronizó en el país y quebrantó todos los paradigmas morales, las bases para tener una convivencia social sana. 
Se impusieron, acentuadas por legislaciones internacionales en torno a los derechos inalienables de los niños, varias lecciones perversas que han hecho carrera y que ha mellado el principio de autoridad que termina maleada por el dinero, el poder, la intimidación, un comportamiento que tiene su espejo en la estructura familiar y escolar donde impera la dictadura de los niños. Padres, maestros y adultos suelen quedar perplejos frente a las demandas infantiles de cualquier orden.
Los Fabio Salamanca y los múltiples borrachos al volante de elegantes Audis o BMW, los Laura Moreno y Carlos Cárdenas asociados a la misteriosa muerte del Luis Andrés Colmenares en el Parque del Virrey forman parte de esa camada de adultos jóvenes nacidos hace 25 años, que Ocampo describe con horror: “Veo una generación que se está levantando con varios problemas. Una generación sin capacidad para desear, porque todo o mucho se le cumple antes de ser deseado (y como obligación de los padres). Ya no hay que esperar a diciembre, ni portarse bien para recibir lo que se quiere porque, además, la satisfacción a los deseos debe ser inmediata, expedita. No hay plazos ni esperas, pero tampoco ilusiones. Se perdió el derecho a la ilusión (…)”.
“Veo una masa de gente joven con dificultades para incorporar entre sus valores la noción del esfuerzo, propio y ajeno. Todo está dado y resuelto y hoy es mucho más difícil perder el año que ganarlo (…) Las dificultades son la herramienta para adquirir destrezas en la resolución de problemas, y los padres en estas dos décadas han estado tan convulsivamente avocados a solucionarles todo a sus niños, que no les han dejado espacio para la posibilidad de equivocarse y aprender. 
Es una generación pragmática, de una ética de los resultados, que desdeña el amor al conocimiento per se, y prefiere el saber específico, el que produzca rendimientos prácticos… y dinero”. Una generación que produce, pavorosamente, miles de Fabios Salamanca.
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Sábado, Agosto 3, 2013 – 18
Fabio, el niño del Audi que no tuvo la culpa (I)
Sergio Ocampo Madrid
Imagen de Sergio Ocampo Madrid
“Fue un accidente, él no tuvo la culpa”, gritó airada una joven de unos 21 años el martes en una de las salas de audiencia de Paloquemao. Lo hizo para responderle a Roberto Bastidas, padre de Diana, una de las dos muchachas que resultó muerta hace dos semanas cuando Fabio Salamanca, de 23 años, conducía su Audi a 140 kilómetros por hora y embistió el taxi en el que viajaban Diana y Ana después de salir del trabajo. Fabio presentó grado tres (el máximo) en el examen de alcoholemia que le aplicó la Policía.
Roberto le gritó “asesino” el día de la audiencia, y la muchacha amiga de Fabio le respondió con ese “fue un accidente, él no tuvo la culpa”. Esta frase resume bastante bien una actitud de vida entre la gente que hoy ronda los 25 años y que se levantó en medio de unos cambios profundos en la forma en que la sociedad encaraba, consideraba y trataba a los niños, y con unas garantías absolutas al “libre desarrollo de su personalidad”, pero también con nuevos conceptos de autoridad y una forma distinta de relación entre padres e hijos.
No es gratuita entonces esa frase, que reclama de un modo casi agresivo el derecho a equivocarse, a no tener la culpa, a que se pase la página rápidamente, así de lo que se esté hablando sea de la muerte de dos mujeres jóvenes y de la posibilidad de que un hombre (el taxista) quede parapléjico. Se olvida también que el “accidente” del cual se exonera “de culpa” a Fabio se produjo porque este iba borracho a 140 kilómetros por hora casi a las 5 de la madrugada.
Este caso de Fabio Salamanca desde que arrancó tiene una fetidez particular. Las cosas comenzaron a mostrarse mal desde esas primeras imágenes del accidente cuando una mujer, de modo histérico y a las malas, le tapaba la cara a su “niño” para que no lo mostraran las cámaras de Tv. Desde ahí empezó a sugerirse que Fabio más que el victimario era otra víctima de esta tragedia. Luego no pudo comparecer porque estaba internado en una clínica con “estrés agudo” y no era apto psicológicamente para una diligencia en Fiscalía. ¿Cómo sería entonces el estrés de las familias de los muertos y de los Cangrejo, parientes del taxista que quizá no vuelva a caminar?
El sábado pasado, un juez mandó a la cárcel a Jonathan Cabrera por matar a un peatón cuando conducía ebrio un Renault Logan. A Fabio, en cambio, el martes la jueza Carmen Gualteros no solo decidió mandarlo a casa sino que se mostró casi indignada porque la Fiscalía quería “escarmentar a la sociedad” con la medida de aseguramiento para Fabio.
No soy abogado, pero el simple sentido común me dice dos cosas: la primera, que justo a la gente la envían a la cárcel para escarmentar a los demás, para persuadirlos de que actúen de modo ajustado a las leyes, y una de ellas proclama que no se debe conducir embriagado. Dos, en Colombia para efectos legales es mejor llamarse Fabio que Jonathan (o Haiver, o James, o Edison), y siempre dará más garantías conducir un Audi que un Logan.
Ahora bien, hay algo en lo que sí creo que no tiene la culpa Fabio, y la culpa ni siquiera es de la familia, sino de todos. Y no hay nada peor que cuando la culpa la tenemos todos, porque en el fondo nadie la asume. Me explico: desde hace tiempo veo aterrado cómo viene creciendo una generación que nació después de los 90, que ejerció su niñez en el último repecho del siglo XX y a comienzos del XXI. Antes de los 90 ser niño no valía nada y se imponía una dictadura que los obligaba a “callar cuando los adultos hablan”, a obedecer la autoridad sin chistar, a comer lo que los adultos decidieran, a tener que ser aconductados y hacer las cosas bien para ganarse el amor del papá y de la mamá.
Hubo cambios culturales, jurídicos y sociales que pusieron todo aquello patas arriba, y desde entonces la niñez es la que manda. Los adultos se acomodan a comer lo que al niño le apetezca; en el colegio los malos resultados a menudo son culpa del maestro, y hay que ganarse cada día el amor y la devoción de los hijos, con regalos, con última tecnología, con todo lo que los padres no pudieron tener cuando eran chicos. Obviamente, hablo de la sociedad formalizada; no soy ingenuo ni desconozco que en nuestras sociedades millones de niños la pasan muy mal, y son violentados cada día sus derechos.
Solo ahora estamos empezando a ver los resultados de esa nueva forma de considerar la infancia, de todo ese tremendo garantismo con que crecieron los niños a partir de los noventa, porque ya son adultos que se acercan a los primeros e inexorables treinta años.
Son los amos del universo. Así los criaron. Por eso, en el fondo, Fabio no tiene la culpa. Solo fue un accidente. (Continuará…)
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Sábado, Agosto 17, 2013 – 17
Fabio, retrato de una generación sin culpas (II)
Sergio Ocampo Madrid
Imagen de Sergio Ocampo Madrid
Siguiendo en la línea de todo el mal sabor, de todo el mal olor, alrededor del caso de Fabio Salamanca y la muerte de dos mujeres y las lesiones a un hombre por cuenta de una noche de juerga de este muchacho de 23 años, todo apunta a que el caso va a resolverse del modo más triste y ramplón.

Ya hay un arreglo, o un preliminar o un acercamiento, para resarcir a las familias de las víctimas por $800 millones. El sistema judicial lo permite, y es altamente probable que en la negociación logre una condena por homicidio culposo (que paradójicamente significa sin mala intención), y que la Fiscalía acepte cinco años de casa por cárcel.

Un mensaje, sin duda, funesto para el país, para el sentido y respetabilidad que debería tener la justicia y un nuevo escupitajo para el muy maltrecho valor de la vida en Colombia. Un mensaje claro de que todo se puede transar; que todo se compra, y que la justicia aquí no es ciega, ni tuerta siquiera,  sino ávida y cicatera y que premia a los que tienen recursos.

No obstante, yo quiero recabar en la tesis de que Fabio es quizá, de alguna manera, otra víctima de todos estos incidentes amargos. Y no por el argumento cándido de que también arruinó su vida al tener que cargar para siempre con dos muertos en su consciencia. Fabio puede ser una víctima, pero de esa ruptura cultural que arrancó en los ochenta y se hizo muy fuerte en los años noventa, que modificó los paradigmas sobre la niñez, y trastocó los patrones de crianza, las relaciones de poder entre adultos y niños, entre padres e hijos, y a la postre toda la concepción sobre la autoridad.

No pretendo estigmatizar ni hacer generalizaciones ingenuas; tampoco caer en la postura tradicional de los viejos de que todo tiempo pasado fue mejor y que las nuevas  generaciones siempre representan decadencia y crisis. No. Estoy convencido de que muchas cosas en la educación del pasado no estaban bien, y que niños invisibles, niños sin voz, aterrorizados ante la dictadura paterna, no constituían nada positivo. Tampoco que la agresión y el palo fueran buenos para levantar a nadie.

Los cambios legales y culturales de las décadas pasadas para rescatar la infancia y convertirla en sujeto de derechos son grandes avances, en particular la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño, de 1989, que pregona el famoso “interés superior” de ellos sobre todo lo demás.

El problema es que ante este impresionante garantismo con que empezaron a crecer los niños nacidos a partir del 90 (no me tomen tan literal esa fecha, ni pretendan que olvido cuán mal la pasan miles de chicos de la periferia social), el problema que veo es una gran confusión con respecto a los límites, y la perplejidad de los padres (y los maestros, y los adultos) en su propio ejercicio de la autoridad.

Por eso creo que hay una cierta dictadura de los niños en los últimos 25 años, cuyas consecuencias son imprevisibles porque estamos apenas viendo arribar la primera camada a la edad adulta, al mundo profesional, al mundo en que se maneja un Audi y se puede matar a dos personas por conducir borracho.

Me preocupa que los platos rotos del nuevo modelo los terminen pagando justamente esos niños que hoy están volviéndose adultos. Sin pretender generalizar, ni dictar cátedra, ni hacer futurismo, pero también pidiendo que no contrapongan la casuística individual a estos argumentos, veo una generación que se está levantando con varios problemas.

Veo una generación sin capacidad para desear, porque todo o mucho se le cumple antes de ser deseado (y como obligación de los padres). Ya no hay que esperar a diciembre, ni portarse bien para recibir lo que se quiere porque, además, la satisfacción a los deseos debe ser inmediata, expedita. No hay plazos ni esperas, pero tampoco ilusiones. Se perdió el derecho a la ilusión.

En esa misma línea, veo una masa de gente joven con dificultades para incorporar entre sus valores la noción del esfuerzo, propio y ajeno. Todo está dado y resuelto y hoy es mucho más difícil perder el año que ganarlo.

También, un colectivo con limitaciones para resolver problemas, grandes, como los de Fabio, o pequeños, como perder una materia o no conseguir una cita. Las dificultades son la herramienta para adquirir destrezas en la resolución de problemas, y los padres en estas dos décadas han estado tan convulsivamente avocados a solucionarles todo a sus niños, que no les han dejado espacio para la posibilidad de equivocarse y aprender.

Es una generación pragmática, de una ética de los resultados, que desdeña el amor al conocimiento per se, y prefiere el saber específico, el que produzca rendimientos prácticos… y dinero. ¿Morirán las humanidades, la sociología, la antropología? Martha Nussbaum, en su estupendo libro “Sin fines de lucro”, sugiere que sí.

Por lo pronto, a Fabio (lo digo con respeto y dolor), los papás ya le están solucionando el gran problema en que se metió.
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La generación de los 'adulescentes'
Por: CECILIA RODRÍGUEZ |
EL TIEMPO, 7:59 p.m.  | 23 de Agosto del 2013




Luxemburgo. Maleducar a los hijos, con las mejores intenciones, es un problema de nuestros días. No hace mucho escribí una columna sobre el tema y las respuestas de los lectores fueron muchas y autocríticas en su mayoría. Desde entonces encuentro más libros, estudios y artículos sobre lo que comienza a llamarse la nueva generación de ‘adulescentes’.
Jóvenes adultos que se comportan como adolescentes inmaduros y egoístas, incapacitados para funcionar en el mundo de hoy, debido en gran parte a la idea errónea de los papás de que cada movimiento que hagan y cada cosa que digan van a tener un efecto en el éxito futuro del hijo o hija y por esa razón los sobreprotegen y tratan de evitarles toda dificultad.
Entre los libros publicados al respecto aparecen El precio del privilegio, Epidemia de narcisismo, Una nación de cobardes, que en su mayor parte tratan de consejos sobre qué hacer o más bien qué no hacer para evitar malcriar a los hijos, y que se pueden resumir en una vieja frase de ‘mamás a la antigua’: “Cuando digo no es no”. Los padres complacientes de hoy deben aprender a decir “no” a los hijos y a decirlo con frecuencia.
“Nuestros hijos viven en un gran valle de derechos adquiridos que nosotros los padres hemos regado, jardineado y pagado jardineros para mantenerlo”, escribió la autora del libro Cojeando hacia la edad adulta.
Uno de los estudios más interesantes muestra cómo los padres en diferentes culturas entrenan a los más jóvenes para asumir responsabilidades cuando sean adultos. Fue escrito por dos antropólogas, una que trabaja con una comunidad de indígenas matsigenkas de la Amazonia peruana y la otra, con familias de clase media de un suburbio de ciudad.
Los niños matsigenkas son incentivados desde muy temprano a ser útiles y ayudar en las labores comunes. Desde los 3 años aprenden a cortar leña y pasto, a los 7 los varones acompañan a los adultos en largas excursiones de caza y pesca y las niñas aprenden a cocinar, a tejer, a recolectar. Cuando llegan a la pubertad tienen los conocimientos necesarios para sobrevivir. Esas habilidades fomentan autonomía, lo cual anima a adquirir más habilidades, en un círculo virtuoso que continúa hasta la edad adulta.
La otra antropóloga describe un círculo muy diferente. Se les pide tan poco a los niños en casa que cuando llegan a la adolescencia no saben cómo utilizar la mayoría de los numerosos electrodomésticos que hacen parte de sus vidas. Su incompetencia provoca la exasperación de los padres, quienes prefieren hacer las cosas ellos mismos para evitar conflictos, lo cual les deja más tiempo a los hijos para pasar frente a pantallas y videojuegos.
Nadie sabe cuándo, durante el proceso de evolución humana, se empezó a desacelerar el desarrollo juvenil. Inclusive, en la historia moderna cuanto más atrás se mire, más temprano los hijos tenían que crecer. En la Europa medieval los niños de los trabajadores tenían que empezar a trabajar a los 7 años, como todavía deben hacerlo los hijos de los campesinos del resto del mundo.
La introducción de la educación obligatoria movió la mayoría de edad a los 16 años. Hoy, para algunos países, es a los 18 y para otros, a los 21. No se necesita ser antropólogo para notar cuántos ‘adulescentes’ hay a nuestro alrededor que han llegado a los 30 sin haber adquirido los atributos necesarios para ser considerados adultos.
Se podría pensar que en términos evolucionistas esa tardanza es una manera de adaptarse a un mundo incrementalmente más complejo e inestable, en el cual es mejor posponer la madurez lo más posible.
Pero también se podría interpretar como todo lo contrario. No como una señal de progreso evolutivo, sino de regresión. Le dejo la inquietud.


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* Se actualiza periódicamente. Agosto 28,  2013