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UNA
EXPLICACIÓN
Marianne
Ponsford
Arcadia 100,
Enero 27, 2014. Editorial
Arcadia llega a su edición número 100, y es
costumbre en los medios, como en la vida, celebrar las cifras redondas. Por
eso, hemos concebido para los lectores un especial ambicioso, que quiere
preguntarse cómo las artes han leído a Colombia.
Un jurado compuesto por 76 intelectuales,
críticos y académicos escogió para esta edición las obras de su campo que, según
su criterio, iluminaban con mayor acierto y talento la historia del país. El
resultado fue un compendio de más de 600 obras de todas las áreas de las artes
y la literatura.
¿Cómo hicimos la elección final? Todas las obras
que fueron propuestas por más de tres miembros del jurado están incluidas aquí.
Ellas componen casi el total de las obras en esta edición. El resto
corresponden a la elección, a partir de las propuestas de los miembros del
jurado, de quienes escribieron en esta revista. El límite no ha sido otro que
el del espacio, las páginas de las que disponíamos. Por eso, las obras que los
lectores encontrarán aquí no pretenden constituirse en un canon. No sería
justo. No es así. Y quienes seleccionaron y quienes escribieron los textos —en
algunos casos la misma persona-, están listados en la última página y en la
edición web los lectores curiosos podrán ver las obras que cada uno de los
jurados propuso.
El resultado es una selección de 119 obras
colombianas realizadas durante los últimos cien años, acompañadas cada una de
un breve texto que busca hacer énfasis en la manera como esa obra refleja,
interpreta o recrea al país, su historia, su circunstancia. El conjunto de
firmas que respalda esta edición es extraordinario. Hemos incluido, con ambición,
obras de arte, música culta y canciones populares, cine, fotografía, series de
televisión y, por supuesto, literatura. Y en ella, novela, teatro, poesía,
cuento, memoria y ensayo literario.
El orden de exposición es cronológico y las
fechas, por lo tanto, tienen una gran relevancia en el diseño. Las obras son el
centro de importancia, pero no el campo del arte al que pertenecen. En muchos
casos, tendrá el lector no erudito que adentrarse en los textos para saber si
este se refiere a una escultura, a una película o a una novela. Es quizás una
apuesta por recordar que, en el fondo, todas las artes son una sola.
El origen de la idea de examinar qué país surge
de algunas obras de arte y literatura del último siglo no implica que creamos
que ese es el único -ni necesariamente el más importante- criterio para juzgar
si una obra de arte debe perdurar. Bien es sabido que toda creación artística
existe fuera de su tiempo y es esa independencia de sus coordenadas históricas
y geográficas la que en buena medida le otorga el carácter de clásico. Por eso
leemos Ana Karenina para buscar en ella algo que nos hable de nuestra propia
vida y no para entender la Rusia del siglo xix. Sin embargo, cada obra de arte
de valor es hija legítima de su tiempo. Y es por eso que algo aprendemos, casi
sin querer, sobre la Rusia del siglo xix cuando leemos Ana Karenina. Porque
todas las obras de arte de valor entablan una conversación profunda con su
contexto, con su país, con el tiempo en el que fueron creadas, y muchas veces
su temprano esbozo del futuro es asombroso.
Sin embargo, no son pocos quienes todavía, en
esta Colombia de albores del siglo xxi, creen que las obras de arte solo
existen en una especie de feliz nebulosa, ajena a todo, para el ocasional
esparcimiento del espíritu de quien tiene la sensibilidad para admirarlas. Eso
no es cierto. Como tampoco lo es que los artistas y escritores habiten burbujas
errantes al vaivén del viento, de espaldas a la política, a la ideología, a su
propia sociedad. En Colombia sucede con abrumadora fecundidad todo lo
contrario. Y este especial quiere dar testimonio de ello.
Por supuesto, una lectura sociológica de las
artes nunca determinará su auténtico valor. Por ello es necesario decir que las
obras aquí presentadas no corresponden a una elección servil con la cronología
de la historia del país. Mandan las obras, no los hechos históricos.
*
En 1915, los hermanos Di Doménico, apasionados
por el cine documental, hicieron una película sobre el asesinato del general
Uribe Uribe, ocurrido un año antes en plena carrera séptima de Bogotá. Estaban
convencidos de que la película sería un éxito, y no podían haber estado más
equivocados. El escándalo que produjo la película —con protestas populares
frente a las salas de cine y la indignación de las élites— llevó a su censura
por parte del Estado. No podía ser, se argumentó, que se exhibieran imágenes
del cuerpo del general brutalmente asesinado, o de su entierro, o que se les
hubiese pedido a los asesinos que aparecieran en la película. Todo aquello iba
en contra del decoro y del pudor.
Casi exactamente un siglo después, en noviembre
del año pasado, Cine Colombia se negó a pasar en sus salas un simple tráiler de
dos minutos y treinta segundos del desgarrador documental No hubo tiempo para
la tristeza, realizado por el Centro de Memoria Histórica, en el cual las
víctimas del conflicto armado interno le hacen el difícil favor a la historia
del país de narrar su propia tragedia. Son esas conexiones, esos breves
asombros y las posibles reflexiones que suscitan, lo que esta edición busca
proponer a los lectores.
Pero quizás lo que genuinamente abruma del
particular conjunto de obras aquí reunidas es la evidencia de que la mayoría de
los creadores del país han buscado con vehemencia casi febril, década tras
década, dar nombre a la violencia que ha atravesado, como un hierro encendido,
el cuerpo de la historia de Colombia.
El cine, el arte y la literatura han pretendido
obsesivamente durante todo el siglo xx colombiano y lo que llevamos del siglo
xxi, apropiarse desde las artes de una historia de injusticia, de asesinatos y
de dolor. Y por eso, leer los textos de este especial puede semejar someterse a
una sucesión interminable de ensordecedoras campanadas que no acaban nunca de
marcar la hora.
En Violencia, un libro visionario y uno de los
más legibles de su excéntrico autor, el filósofo Slavoj Zizek dice que "el
horror sobrecogedor de los actos violentos y la empatia con las víctimas
funcionan sin excepción como un señuelo que nos impide pensar".
Y continúa:
"Un análisis conceptual desapasionado de la tipología de la violencia debe
por definición ignorar su impacto traumático".
Y finaliza
el párrafo con una afirmación poderosa: "El único acercamiento válido [al
tema de la violencia] será el que nos permita mantener una necesaria distancia
de respeto con las víctimas".
Claro que Zizek no se refiere al arte sino al
análisis. El mismo advierte que el arte tiene un enorme poder a la hora de
nombrar la violencia desde la empatia con las consecuencias literales,
explícitas del hecho violento. Pero aun así, el texto de Zizek es una bofetada
brutal.
Porque Zizek propone un alejamiento de los hechos
violentos -de la violencia subjetiva—, y poner en suspenso la compasión
biempensante y tantas veces banal que nos lleva a desligar el horror de lo que
pasa allá de nuestra confortable vida aquí.
Desde El río de las tumbas, por poner el ejemplo
de una película, la cinematografía colombiana ha querido escribir la historia
de las víctimas a partir de la exposición solidaria del sufrimiento. El teatro
y la literatura también (todo lo contrario del periodismo, que es parte
explícita del poder y ha llegado tarde al tema de las víctimas). La empatía con
los desposeídos y la indignación ante un país de élites inclementes -así lo
evidencia la historia- han sido motores constantes de la creación. Da la
impresión de que la literalidad del hecho violento ha suplantado la pregunta
por el origen de la violencia en la historia de las artes en Colombia. Todavía
no es suficiente el comentario sobre lo que Zizek llama la violencia sistémica,
inherente al estado de las cosas.
Cuando uno lee los extraordinarios relatos sobre
la aristocracia neoyorkina de Edith Wharton o de Henry James, no puede más que
asombrarse ante la mirada cuestionadora y crítica que desde el siglo antepasado
caía sobre las élites desde las artes.
Por supuesto, toda generalización invita a la
protesta. Y es verdad que la generalización puede ser injusta. Sobre todo
porque desde hace unas décadas la mirada parece comenzara cambiar. La obra de
artistas como Beatriz González, por ejemplo, con su reclamo crítico al gobierno
de Turbay, es tremendamente poderosa, como lo son las Variaciones sobre el
purgatorio de José Alejandro Restrepo o la novela Sin remedio de Antonio
Caballero, o la aproximación burlesca al poder político de la obra de teatro I
took Panama. Pero es poco lo que hay, si lo comparamos con la producción
artística y literaria sobre el hecho violento, y sobre aquellos que sufren sus
consecuencias directas. Faltan más metáforas tan poderosas como la de aquel
viejo coronel que esperó en vano una pensión que nunca llegó.
El hecho es que el poder establecido sigue
ganando la partida. Porque otra cosa que se revela como constante en esta
edición
es el monumental esfuerzo que desde todas las
artes se ha llevado a cabo para traer vientos de modernización -léase ansias de
una sociedad más justa- al país. Y cuan virulento ha sido el desdén al que ha
sido sometido lo nuevo. Luis Vidales, relegado al olvido, mientras un poeta
semejante, Oliverio Girondo, es parte del canon argentino. Con cuánto miedo se
ha bloqueado la palabra distinta y la imagen que no es reverente. Cuánta
censura y rechazo ante lo que no puede domesticarse de inmediato. Basta recordar
cómo la maravillosa explosión de sentido crítico y talento que se reunió en la
Cali de los años setenta acabó suplantada por una idea decimonónica de cultura,
correcta y conservadora. El poder establecido, una década después, había ganado
otra vez la partida.
Pero estas son las reflexiones parciales de una
sola lectora. La idea es que este especial de Arcadia sea construido a su
manera por cada lector. Al fin y al cabo no son más que piezas sueltas que
cobran un nuevo sentido (¿otro sentido?, ¿más sentido?) de acuerdo con las
asociaciones y maneras de leer de cada quien.
Estas páginas no son más que un recordatorio de
que quizás ese país que construyen, recrean y reflejan las artes y la
literatura es un país que necesita cambiar. Ojalá el cuadro más importante del
siglo xxi colombiano no se llame, así, tan desnuda, tan secamente, La
violencia.
Marianne
Ponsford
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Una excelente edición la número 100 de Arcadia
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